Se acerca la Semana Santa y confieso que desde el Pregón de 2012 me sentía vacía, yerma, no sabía cómo salir de la ínfima realidad semanasantera en la que había entrado. Podría contarles que este viaje me ha enseñado mucho más de lo que yo nunca hubiera imaginado, ya lo dijo alguien una vez, a veces el viaje es que nos hace a nosotros. Este año desde el periódico Zamora News me animaron a escribir unas líneas sobre mi estado de ánimo y ahí van:
Llevo meses viviendo a miles de
kilómetros de la tierra que me vio nacer. Si un amigo canario me
preguntara qué añoro de Zamora, además de a mi familia y amigos, hoy por
hoy le diría que la Semana Santa. Seguramente mi amigo me preguntaría
que por qué, que qué tiene ella que no tenga el mar, o el buceo, por
poner un ejemplo de cosas que cuando estoy allí echo de menos de aquí.
Podría entonces repetirme y hablar de esos diminutos detalles que nos
hacen rememorar estos días con los sentidos, ese olor que se queda
impregnando el aire, el sabor dulce de la despedida amarga, el tacto
aterciopelado de los atardeceres cruzando el rio, la mirada del Cristo
en su Tercera Caída o la melodía fúnebre y rota de la pasión; pero no,
esta vez voy a ir más lejos, tan lejos como los casi 2000 kilómetros que
me separan de mi Semuret.
Para sentir la Semana Santa no se
necesita haberlo mamado desde niño, hay quien no ha tenido la suerte de
crecer en una familia semanasantera, tampoco es óbice que no se viva en
la capital, ni que en la casa las aceitadas sean el plato estrella. Para
sentirla es esencial llevarla en el corazón, tan simple como eso, que a
pesar de la distancia al escuchar los primeros acordes de Thalberg se
te escape un suspiro, que cuando se acercan esas fechas las emociones
galopen sin pausa y que una vez pisas su tierra, todo sepa igual.
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